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    Romualdo Nogués

    El herrero de Calcena

    Una tarde de verano llegaron muy cansados a Calcena, San José, la Virgen y Jesús, que, haciendo un pequeño rodeo, se dirigían a Egipto para escapar del decreto que Herodes, tetrarca de Judea, había dado, mandando degollar a todos los niños. Como los sicarios del tirano les iban a los alcances, para hacerles perder la pista determinó San José que a la borrica, cabalgadura de la Sacra Familia, le pusiese al revés las herraduras el herrero de Calcena. Éste no pertenecía a la raza celtíbera, esbelta y ligera; era una mezcla de la romana con la negra de África; tenía la cabeza cuadrada, la boca ancha, corto el pescuezo y enorme barriga. Torpe de mollera, corto de alcances, dominaba en él la envidia, y más que todo el egoísmo. Jamás hacía nada sin creer que le serviría de utilidad.

    -Sólo pagándome con anticipación cambiaré las herraduras. -le dijo a San José.

    -Es el caso (repuso éste), que hemos salido precipitadamente de Belén, y nos hemos olvidado los denarios para el camino.

    -Gratis, no me incomodo por nadie, replicó el panzudo egoísta.

    -¿Y si consiguiera de Dios, que todo lo puede, os concediese una gracia en pago de vuestro trabajo?

    -Una, no; cuatro; a gracia por herradura.

    -¿Cuáles queréis?

    -Que si alguno sube a esa higuera (y señaló el herrero la que había junto a la puerta), no baje hasta que yo se lo mande; que quien se siente en el banco de la herrería, se pegue a él cuanto tiempo me acomode; que el que beba vino de esta bota, no pueda variar de posición sin mi permiso, y si hubiera un atrevido que meta la mano en el agujero que se halla al lado del yunque, no la saque mientras yo no lo disponga.

    -Corriente, y a herrar. -añadió el Santo Patriarca.

    Al ponerse el sol por detrás del excelso Moncayo, que parecía una inmensa pirámide de lapislázuli y plata, se veía en su cima a la Sagrada Familia, cuyas divinas figuras se dibujaban sobre el cielo teñido de púrpura y oro. Aún no correspondía el magnífico pedestal al grupo que sustentaba.
    Tan malo era el herrero de Calcena, que antes de morir ya recibieron en el infierno, orden de prenderle. El director del establecimiento penal comisionó para ejecutarlo aun diablo muy listo, que de un vuelo se trasladó a la herrería.

    -Por ti vengo (dijo al egoísta); es inútil que trates de escaparte.

    -Bueno (repuso el herrero); hazme un favor; ínterin me despido de mi mujer, que es una celtibera que me quiere tanto como la gente de esta tierra a la dominación extranjera, y se alegraría me llevara el mismo Satanás, chúpate unas cuantas brevas; son riquísimas.

    El diablo se encaramó en la higuera, y quedó paralizado colgando de una rama y enganchado de una ala, como los murciélagos en invierno. Llamó el maldito artesano a los chicos de la escuela, que a pedrada limpia pusieron al diablo más blando que un higo. Cuando el herrero le dijo:

    -Vete.

    El enemigo malo se hundió por la grieta de una peña en los profundos infiernos. El demonio burlado, dio parte oficial del mal resultado de su expedición, y le reprendieron agriamente. Enviaron uno tras otro a los dos diablos de más acreditada bizarría en la milicia infernal, deseosos de cumplir misión tan importante. Al que se sentó en el banco para descansar un rato, no pudo moverse, y le pegaron una tremenda paliza. Su compañero, como venía del infierno, que es tierra caliente, tenía sed; empinó la bota, quedó con los brazos en alto, la cara hacia arriba, y más sufrió de tener que mirar al cielo, cuya morada a los demonios les causa horror, que por los tizonazos que los muchachos del pueblo le dieron con palos encendidos en la fragua. A los dos atormentaron hasta que el herrero quiso. Llegaron al Averno hechos una miseria, y el diablo Cojuelo, que por el teléfono sabía la noticia, cuyo invento se usa en tal lugar desde el pronunciamiento de Lucifer, pues no se comprende de otra manera que se hallen tan al corriente de lo que pasa en la tierra, encargó a un subalterno las calderas de Pedro Botero, y exclamó:

    -Se ha malogrado la expedición por la ineptitud de tan malos oficiales. Voy a Calcena, y vuelvo más ligero que el pensamiento. A pesar de su pata coja, de un tranco se puso junto al herrero.

    -Vamos. -le dijo a éste, amenazándole con la muleta.

    -Espera; voy por las alforjas.

    -Para este viaje no las necesitas.

    -Es que las llenaría con el dinero que tengo dentro del hoyo que hay junto al yunque.

    Como hasta los diablos tienen afición al oro, el Cojuelo metió la mano en el agujero, y quedó preso. Echaba de rabia espumarajos por la boca, blasfemaba, juraba como un endemoniado, y fue el que introdujo la moda de hablar mal en Aragón. A los gritos acudieron todas las mujeres y chicos de Calcena; le escupieron en la cara y le dieron puntapiés en el otro lado.

    -Mira, moncaino (dijo el pata coja al artesano); juro por mi rabo que, si me sueltas, no me acordaré de ti ni te admitiré en mis reinos.

    -Vete. -dijo el herrero, lleno de satisfacción, acariciándose la panza.

    Aunque mala hierba nunca muere, al herrero de Calcena se le acabó la vida. Se dirigió al cielo; San Pedro, al abrir un poco las puertas, las cerró enseguida, y exclamó:

    -¡Uf! ¡Huele a egoísta! ¡Fuera, fuera!

    El condenado barrigudo llamó en el infierno; los diablos, enterados con anticipación de su llegada, armaron gran algarabía, y se opusieron a su entrada. Desde entonces, a los egoístas no los quieren en el cielo ni en el infierno.




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