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    Juan Meléndez Valdés

    A un ruiseñor

    ¡Con qué alegres cantares,
    oh ruiseñor, celebras
    tu dicha y de tu amada
    el tierno afán recreas!

    Ella del blando nido
    te responde halagüeña
    con pïadas süaves
    y se angustia si cesas.

    Las otras aves callan;
    y el eco tus querellas
    con voz aduladora
    repite por la selva,

    mientras el cefirillo
    de envidioso te inquieta,
    las hojas agitando
    con ala más traviesa.

    Tú cesas y te turbas;
    atento adonde suena
    te vuelves y cobarde
    de ramo en ramo vuelas.

    Mas luego, ya seguro,
    los silbos le remedas,
    el triunfo solemnizas
    y tornas a tus quejas.

    Así la noche engañas,
    y el sol cuando despierta
    aún goza la armonía
    de tu amorosa vela.

    ¡Oh, avecilla felice!,
    ¡oh, qué bien la fineza
    de tu pecho encareces
    con tu voz lisonjera!

    Ya pías cariñoso,
    ya más alto gorjeas,
    ya al ardor que te agita
    tu garganta enajenas.

    ¡Oh!, no ceses, no ceses
    en tal dulce tarea,
    que en delicias de oírte
    mi espíritu se anega.

    Así el cielo, tu nido,
    de asechanzas defienda,
    y tu amable consorte
    fiel por siempre te sea.

    Yo también soy cautivo;
    también yo si tuviera
    tu piquito agradable
    te diría mis penas,

    y en sencillos coloquios
    alternando las letras,
    tú cantarás tus glorias
    y yo mi fe sincera;

    que los malignos hombres
    burlan de la inocencia,
    y expónese a su risa
    quien su dicha les cuenta.




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