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    Marcelino Menéndez y Pelayo

    El pájaro de Aglaya

    ¿Leíste alguna vez allá en el Tasso
    La suave historia del jardín de Armida?
    ¿Del pájaro te acuerdas prodigioso
    De varias plumas y de rojo pico,
    Que con humana voz allí cantaba
    La vida del amor y de las rosas,
    Las rosas codiciadas
    De mil amantes y de mil doncellas,
    Para adornar con ellas
    La tersa frente o el mullido seno?

    ¿Recuerdas cómo el pájaro encantado
    Después con sabia lengua refería
    Cuál pasa y se marchita la lozana
    única flor que en la existencia crece,
    Y que apenas florece
    Cuando quema sus hojas el estío?
    ¿Recuerdas el dulcísimo consejo
    Con que acabó sus pláticas el ave?
    «Coged la rosa mientras dure el Mayo;
    Agotad el perfume de la vida
    Mientras hierve en el fondo de su copa
    La regia prez del oloroso vino;
    Recorred triunfadores el camino,
    Como en antiguas fiestas los mancebos,
    Corriendo en el estadio, se arrancaban
    Las sagradas antorchas de las manos.»

    Yo pienso, mi señora,
    Que el ave aquella, cuya estirpe ignoro,
    Alta filosofía
    Aprendió de otros pájaros doctores,
    Y aun de otras alimañas más obscuras,
    En Oriente y en Roma y en Atenas.
    ¿Quién me diera entender su algarabía
    Y declararte su sentido arcano?
    Dicen que Salomón le comprendía.

    Sólo sé que esa voz, detenedora
    Del mísero Reinaldo en la espesura
    Bajo el poder de la celosa maga,
    Era la voz de tórtola judía
    Que gime en el Cantar de los cantares;
    La voz de anacreóntica paloma
    Donde hasta el himno se transforma en beso;
    Del persa ruiseñor la melodía
    Que de Jafiz en el Diván resuena,
    Y hasta el chirrido alegre y discordante
    Con que alivia al cansado caminante
    La cigarra del Ática en estío.

    Es ley de amor que se revela al mundo,
    Y si ese amor invade
    Alma gentil de sus misterios digna,
    Espárcese en la vida un penetrante
    Lánguido aroma de azahar oculto,
    Y acuden en tropel los ruiseñores,
    Cantando sus amores,
    A anidar en el alma enamorada
    Y a celebrar sus inmortales bodas.

    Y hoy anidan en mí; pero uno solo
    Rompió su cárcel por buscar tu seno,
    Y no encontró calor y abatió el ala,
    Y encadenado gime
    Bajo el imperio de tu blanca mano
    Entre las redes de artificio sabio.
    Él te podrá contar en la alta noche
    Lo que nunca decir osó mi labio;
    Que él sabe mis ocultos pensamientos
    Y es docto, como el pájaro de Armida.


    Madrid, 1887.




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