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    Vicente Wenceslao Querol

    Al eclipse de 1860

    ¡Volad, volad por la extensión vacía,
    astros de plata y oro,
    cruzando el curso y enlazando el vuelo,
    como en la arena de la Grecia un día
    sobre el carro sonoro
    ágil cretense en rápida porfía,
    con rueda igual y devorando el suelo,
    a par del jonio pertinaz corría!
    ¡Volad, volad con insaciable anhelo,
    Sol que iluminas con triunfal decoro,
    Luna que imperas en la niebla fría,
    por la carrera olímpica del cielo!
    ¡Astros, volad, como dispersa hueste
    de luminosos ángeles vencidos,
    que blanca sueltan la ondulante veste!
    ¡Id, id, como impelidos
    por el dedo de Dios, buscando en vano
    linde a la inmensidad; y ora encendidos
    sobre la triste noche
    de luz verted las argentadas olas,
    ora apagados, pálidos, sin rastro,
    los desiertos sin fin cruzando a solas,
    id por la sombra lúgubre perdidos!
    Bien en tomo de un sol, inmóvil astro,
    cual mariposas a la luz, ¡oh! mundos,
    rodad de niebla o de claror teñidos;
    bien, agitando vuestras ígneas colas,
    cometas, id, cual rápidos bridones
    de destrenzadas crines,
    donde el Querub cabalga, a las naciones
    despertando al vibrar de cien clarines
    Todos, brillando en las azules cumbres
    o en las etéreas sendas,
    del campamento sed las rojas lumbres,
    do armado siempre Dios, vela en las tiendas.

    ¡Ay, si una vez, entrecruzando el rumbo,
    como en la ciega tempestad dos naves
    que arroja el loco mar de tumbo a tumbo,
    chocáis rompiendo el eje diamantino!
    Iréis, náufragos astros,
    cual buques sin timón y sin marino,
    siempre al azar, abandonados, solos,
    cortando el viento, como rotas quillas,
    con los truncados polos,
    por ese mar sin fondo y sin orillas,
    al soplo eterno de los euros dando
    rasgadas las marchitas aureolas,
    cual rotas velas del bajel precito,
    hasta que el casco arrastrarán jugando
    del éter blando las volubles olas
    en la playa a encallar del infinito.

    Y será, sí, será: muda la tierra
    trémula aguarda el anunciado instante
    en que a la antigua guerra
    tornen Luz y Tinieblas, como un día
    en los senos del Caos inconstante.
    Ved cómo el astro de la niebla fría
    pálido avanza hacia el cenit. La noche
    mueve a par suyo las nubladas alas
    tachonadas de estrellas;
    y van los Sueños en redor. Sus galas
    ostenta el Sol, como encendido broche
    del manto de su Dios, y las centellas
    de enrojecida lumbre
    lanza a la inmensidad, reinando solo
    del horizonte en la desierta cumbre.
    Silencio en torno y majestad: se inclina
    Dios a escuchar la sin igual batalla;
    el astro al astro lento se avecina,
    y el hombre, polvo vil, pasmado calla,
    átomo inútil de tan gran rüina.

    ¿Qué será?, ¿qué será? Cuando el Profeta
    en la ancha plaza al pueblo le decía
    siniestro el porvenir, la plebe inquieta,
    prodigios viendo, estremecida ola.
    Nublábanse los cielos,
    y del destino al desgarrar los velos
    el hombre audaz con temblorosa mano,
    del sol sangriento en las marchitas lumbres
    de un Dios lela el pavoroso arcano.
    Hoy, cual las muchedumbres
    antiguas, tiemblo yo. ¿Do estáis, en dónde
    augur de Grecia o sacerdote hebreo?
    ¿Cuál es el que se esconde
    hondo misterio en el que en vano leo
    libro de sombra y luz? No la sibila
    muerta, o el mudo oráculo responde;
    que el idioma del cielo olvidó el mundo,
    y por ciencia maldita
    trocando el hombre la divina ciencia,
    en el banquete de su orgullo inmundo
    ya no descifra, por su Dios escrita,
    Daniel, de los humanos la sentencia.

    Como ojo moribundo,
    ¡cuál palidece el astro de topacio
    bajo el caído párpado de niebla!
    Mézclanse Noche y Día, y el espacio
    consorcio infame puebla
    de luz opaca y luminosa sombra,
    viéndose al par en confusión extraña
    la Aurora en el Oriente suspendida,
    que el mar naciendo baña;
    y, detenido el paso,
    coronando rojiza la montaña
    la lumbre del Ocaso.
    Sobre la tempestad de opacas tintas
    que finge el cielo, el Iris
    de oro, grana y azul suelta las cintas,
    y el mar muge o se duerme, y trina el ave
    o al nido torna, en tanto que la brisa
    de primavera suave
    lucha de invierno con el cierzo frío,
    y el cáliz cierra o ábrelo indecisa
    la flor sedienta a un alba sin rocío.
    El corazón del hombre
    opreso goza en la alegría triste
    de una pasión sin nombre;
    absorto al cambio universal asiste,
    y ve nuevos el mar, la tierra, el viento,
    nueva la luz que el firmamento viste,
    nuevo el mundo en redor, trocado todo;
    que Dios la esfera bosquejó un momento
    con nuevas formas modelando el lodo;
    no le plugo después, sopló... y no existe.

    ¡Oh! ¡Tinieblas, tinieblas! Ved; se asombra
    muda la tierra en la profunda noche
    con que se envuelve la extensión vacía.
    Pasa Dios, y su sombra
    es la que enturbia luminoso el día:
    sí; juntos Luna y Sol, ruedas del coche
    son en que vuela y al que uncir le plugo
    bajo del mismo yugo,
    blanco y negro corcel, la Luz y el Caos.
    Mirad; el Sol ha muerto:
    de su disco encendido y refulgente
    por el cielo desierto
    inútil rueda la apagada escoria,
    y aún el vago esplendor lleva en la frente
    dios destronado, de su antigua gloria.
    La aciaga profecía
    del fin cercano y mísero del mundo
    cumplida viendo, el águila de Patmos
    las alas bate entre la niebla fría
    volando a un nuevo porvenir profundo.
    Satán, que la audaz saña
    de los vencidos ángeles renueva,
    es quien con hueste nebulosa empaña
    el claro azul que a conquistar la lleva;
    y, última acaso, la primera lucha
    del Bien y el Mal, por decidirse, estalla,
    y atento el hombre al fin de la batalla
    la sombra mira y el silencio escucha.

    ¿Quién triunfará? La desdeñosa niebla
    mancha la tierra, y desde el mar de Atlante,
    que alza y deprime sin mugir las olas,
    hasta el desierto que de tiendas puebla
    la caravana errante,
    do se alzan las pirámides a solas,
    tiendas también que abandonó en la arena
    una aurora, al partir, pueblo gigante,
    doquier la voz de los espantos suena,
    doquier se elevan tímidos los ojos.
    ¿Quién triunfará?... -¿No veis? Rota ya, rota
    la niebla, salta en torbellinos rojos,
    fuente de luz que de los astros brota.
    ¡Es Dios, es Dios! ¡Hosana! ¡hosana! ¡hosana!
    Con la primera luz bajó a la tierra
    tal del Edén en la primer mañana,
    y tal, vibrando enojos,
    el día aciago que los tiempos cierra,
    vendrá otra vez sobre la raza humana.
    Luz, nueva luz, eléctrica volando
    baña la inmensidad, los mundos baña:
    así brillaba cuando,
    recién salida de la antigua sombra,
    por el mar, por la selva y la montaña,
    del ancho campo por la verde alfombra,
    por las sonantes ondas del gran río
    pasé, pasó jugando,
    vida, y colores y matices dando
    desde las tenues gotas del rocío
    hasta a los orbes de su eterno coro.
    Caída de los cielos
    duda la Sombra en movimiento blando,
    y huye vencida en desgarrados velos
    ante las flechas de oro
    que de arco tenso arrojan los querubes
    Aún entre informes nubes
    lucha Satán, cuando el Arcángel vuela
    con ímpetu sonoro,
    ciñendo diamantina su armadura:
    el sol de fuego embraza por rodela,
    el haz de rayos como lanza vibra,
    y en su antro hundiendo a la Tiniebla impura,
    de nuevo al Cielo amenazando libra.

    ¡Triunfó el Señor! ¡Enalteced su nombre!
    Pero, tras de su gloria
    que desborda el espacio rutilante,
    himnos de orgullo tributad al hombre.
    Él anunció el instante:
    lo dijo y fue. Su voz en las edades
    que raudas vuelan señaló el momento;
    su temblorosa mano
    marcó el lugar del ancho firmamento;
    su ojo tranquilo descifró el arcano.
    Él los secretos de su Dios espía,
    y sabe, alzando el rostro al horizonte,
    qué mundos pueblan la extensión umbría,
    y conoce sus sendas;
    que desde el fausto día
    en que el carro del sol lanzó a Faetonte,
    empuñó audaz sus luminosas riendas.
    No intenta ya, como en su origen quiso,
    alzarse, igual a Dios, frágil arcilla:
    hoy la fe redentora en su alma brilla,
    hoy vuelve al Paraíso.
    Como en los bosques del Edén, entabla
    coloquios con el Cielo su alma inquieta;
    y los secretos de la ciencia le habla
    con la voz del poeta.
    Rescatando ya Adán, todo lo sabe:
    Dios le llevó consigo,
    y el gran misterio de los mundos, grave,
    amigo fiel, lo reveló a su amigo.




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