Edición Española
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    Vicente Wenceslao Querol

    Canción de primavera

    Ríe, mi dulce bien: Dios en tu risa
    puso el trino del ave,
    los lánguidos murmullos de la brisa,
    la nota triste y grave
    del mar que muere en arenal desierto,
    la música süave
    de lejano concierto,
    y el rumor de la gota transparente
    que, en el cristal de la tranquila fuente,
    derrama en lluvia el surtidor del huerto.

    Mírame, dulce bien: Dios en tus ojos
    puso el brillo del astro,
    y su rayo de júbilo o de enojos
    deja, pasando, inextinguible rastro.
    De tus pupilas negras
    brota la luz con que la tierra alegras,
    y cuando de tu alma
    la ira, desdén o calma
    se pinta en tu mirada seductora,
    logras que el pecho conmovido sienta,
    o el augusto pavor de la tormenta
    o el grato afán de la naciente aurora.

    Suelta, mi bien, por tu redondo cuello,
    para velar avara sus hechizos,
    de tu negro cabello
    los abundosos rizos,
    que el viento besa y mueve,
    y que, en tu espalda blanca y desceñida,
    son como pluma de águila caída
    sobre el ampo sin mancha de la nieve.

    Huye, mi dulce bien, por los senderos
    de la arboleda oscura,
    por donde, tus ligeros
    pasos siguiendo yo, se me figura
    que persigo en mi empeño,
    como el pastor de Arcadia en la espesura,
    la casta diosa del tranquilo sueño.
    Huye, y tu planta breve,
    marcada apenas sobre el polvo leve,
    buscaré en mi porfía,
    hasta lograr que de mi afán cuitada,
    cedas, y, con estrecho
    lazo, tu sien en mi hombro reclinada,
    sienta el latir de tu cansado pecho.

    Mira, la primavera
    con su variada tinta
    de verde la pradera,
    y de rosa y de azul los aires pinta.
    Ya de la nieve de las cumbres fluye
    el sonoro torrente;
    ya por las guijas murmurando huye
    la bullidora fuente;
    ya estallan flores y hojas
    de cada rama en los hinchados broches;
    ya canta el ruiseñor largas congojas
    en el silencio de las tibias noches;
    ya la brisa que enerva,
    pasa, engendrando en lánguidos arrullos,
    pintadas mariposas en la yerba,
    rosas en los capullos;
    ya con tiernos balidos
    llama el cordero a la paciente oveja;
    ya vienen a buscar junto a tu reja
    las golondrinas sus antiguos nidos;
    ya, en el cenit suspenso
    el sol, la lluvia de oro
    de luz derrama en el espacio inmenso.
    Y en el templo sagrado de la vida
    las aves forman el alegre coro;
    las flores dan el perfumado incienso,
    y al dulce amor la juventud convida.

    Amor, en himno eterno,
    canta la creación cuando desgarra
    la vil mortaja del caduco invierno;
    la mar sobre la barra
    tiende apacible las dormidas olas;
    con sus lascivos vástagos la parra
    ciñe al nudoso tronco y le da abrigo;
    las rojas amapolas
    ríen ocultas entre el verde trigo,
    y van juntas y a solas
    de dos en dos, con tímidos recelos,
    las mariposas blancas y ligeras,
    las aves por los cielos
    y por los bosques las salvajes fieras,

    Amor, en himno eterno,
    canta también tu corazón, bien mío.
    Goza, pues, del amor, antes que el frío
    sientas llegar del aterido invierno.
    Como la savia por la verde rama
    fluye ardiente la sangre por tus venas;
    la languidez del que ama
    es la del mar que duerme en las arenas;
    como la vid, tus brazos
    ansían doblarse en protectores lazos;
    cual la amapola entre los trigos verdes
    ríen tus labios rojos;
    vaga, como el crepúsculo, en tus ojos
    brilla la luz que en los espacios pierdes;
    tu pensamiento, mariposa incierta,
    vuela en torno al ardor que la consume,
    y de tu ser, como de rosa abierta,
    se escapa un dulce embriagador perfume.
    Huye, mi bien, por las calladas selvas,
    y cuando yo te siga
    y tú azorada la cabeza vuelvas,
    ríe y te esconde entre la sombra amiga.

    ¿Lloras?... ¿y por qué lloras?
    ¿Temes que el bien presente,
    como las frescas rosas de tu frente,
    cambie, tal vez, con las mudables horas?
    No temas, no, y serena
    tu rostro, remplazando en tus mejillas
    por el carmín la pálida azucena.
    La primavera de la tierra, el frío
    cierzo de otoño la arrebata y trunca:
    la primavera de tu amor, bien mío,
    no se marchita nunca.




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