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    Vicente Wenceslao Querol

    En Sagunto

    Meditación

    Era el primero de noviembre. Lánguido
    el sol, bajando al Occidente, el velo
    de las nubes inmóviles teñía
    de oro, de rosa y de carmín. Los negros
    montes en torno sus abruptas cumbres
    coronadas de luz, sobre los cielos
    azules destacaban. A mis plantas
    los campos sin verdor, con cenicientos
    vapores confundíanse, y la noche
    en el confín del horizonte inmenso
    la frente alzaba sobre el mar plomizo,
    coronada de pálidos luceros.

    Todo callaba en derredor. Sentado
    yo en las últimas gradas del soberbio
    teatro saguntino, absorto y triste,
    libertad a mis vagos pensamientos
    di y a mi loca fantasía. El curso
    de las viejas edades, en revuelto
    torbellino y en ondas presurosas,
    pasaba ante mis ojos, y el silencio
    profundo de la tarde interrumpían
    tan sólo para mí los tristes ecos
    de aquellas muertas voces, que sonaron
    sobre la tierra estremecida un tiempo.

    Allí, de pie, con majestad se alzaban
    sobre las rotas losas del proscenio
    los semidioses trágicos y el coro
    cantando al ritmo de los himnos griegos.
    Allí, en tropel confuso, los histriones
    con la careta cómica, ora al viejo
    lascivo remedaban o a la esclava
    astuta y corruptora, al pendenciero
    legionario, a la impura cortesana
    de los suburbios, al villano ebrio
    y al codicioso mercader, que pueblan
    las fábulas de Plauto y de Terencio.

    Y la escena borrábase y vela
    sobre los muros al heroico pueblo
    de Sagunto inmortal. Sus anchos campos
    tala el cartaginés con los guerreros
    del África y del Asia, infame turba
    ávida del botín. Membrudos negros
    hijos de Nubia, el ostentoso persa,
    el griego astuto, los egipcios pérfidos,
    los númidas jinetes, con horrible
    vocerío en redor pasan, y el suelo
    cubren; y el cielo cubren, convidadas
    a igual festín, las bandas de los cuervos.

    Y todo huyó después, como arrastrado
    por las alas rojizas del incendio,
    y el mudo reino de la muerte en torno
    los anchos llanos a mis ojos fueron.
    Doquier que los clavaba, allí las sombras
    de la pasada edad, allí el recuerdo
    de una gloria o de un crimen. No, en ninguna
    comarca de la tierra, el duro imperio
    de una raza sobre otra o de un tirano
    sobre todas las razas, con tan ciego
    furor se disputó como en los valles
    que verdes a mis pies se abren risueños.

    Aquí, sin un cobarde, el pueblo todo
    de Sagunto murió. Desde esos cerros,
    vuelto hacia el mar, Aníbal contemplaba
    las intranquilas ondas, a lo lejos
    soñando ver de la enemiga Italia
    las odiadas riberas. Los destellos
    del sol poniente las montañas doran,
    donde, invencible en el combate, al hierro
    del comprado puñal cayó en Viriato
    la independencia patria. Allá el postrero
    campo en que César combatió y redujo
    las últimas legiones de Pompeyo.

    Y el mar también, que a mis absortos ojos
    dilátase sombrío, osó en aquellos
    remotos siglos emular las glorias
    de la vecina tierra. Fue su seno
    el que entreabrió la exploradora quilla
    de los trirremes de Sidón. Por esos
    cerúleos campos, del prudente Ulises
    la errante nave atravesó y al puerto
    llegó de las Hespérides. Lejanas
    de aquí las cumbres gigantescas veo,
    donde el griego marino alzó a la diosa
    casta y velada de la noche un templo.

    Todo fue: nada es. Sólo del polvo,
    donde ignoradas en reposo eterno
    yacen, se alzaron las antiguas sombras
    cuando turbó estos valles el estrépito
    con que pasaron las ardidas huestes
    de Jaime y de Vivar. Viose de nuevo
    aquí, tras tantos siglos, de la Europa
    y de África enemigas el siniestro
    combate a muerte proseguir, y al árabe
    y al cristiano luchar con el denuedo
    mismo de entonces, sobre el campo mismo
    donde Cartago y Roma combatieron.

    ¡Tierra empapada en sangre! En el transcurso
    de más de veinte siglos los severos
    anales de la Historia el nombre guardan
    sólo de tus tiranos. ¿Quién el diestro
    artífice sería que este augusto
    teatro levantó? ¿Quién fue el primero
    que de vides pobló nuestras colinas?
    ¿Quién encauzó el arroyo turbulento
    fertilizando el llano, y quién de olivos
    plantó el sagrado bosque? ¡Oh vilipendio!
    La humanidad que el beneficio olvida
    consagra bronce y mármoles al miedo.

    ¡Cuántos, antes que yo, sobre estas rotas
    gradas vinieron a sentarse, y luego
    cuántos vendrán y en el común osario
    como yo irán al hundirse! Es vano espectro
    de un sueño nuestra vida. Esos fingidos
    personajes de Plauto, que el proscenio
    de este arruinado anfiteatro un día
    poblaron con sus voces, duraderos
    son más que sus murallas. Y es que el arte
    tiene algo de inmortal, y los que el estro
    forja, seres fantásticos, no sufren
    la ley fatal que rige al universo.

    ¡Era el primero de noviembre!... El día
    expiraba en ocaso, cuando el trémulo
    triste son de las lúgubres campanas
    a orar llamó a los vivos por los muertos.
    Yo me postré y recé sobre la tumba
    de las pasadas razas. Fríos huesos
    del cadáver de Roma eran las piedras
    que hollaba con mis pies. Fúnebres restos
    son nuestra herencia amarga. El hombre vive
    siempre entre los sepulcros. Fatuos fuegos
    somos en noche triste, y polvo, y sombra,
    y humo, y ceniza, que arrebata el viento.




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