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    Garcilaso de la Vega

    El dulce lamentar de dos pastores

    El dulce lamentar de dos pastores,
    Salicio juntamente y Nemoroso,
    he de contar, sus quejas imitando;
    cuyas ovejas al cantar sabroso
    estaban muy atentas, los amores,
    (de pacer olvidadas) escuchando.
    Tú, que ganaste obrando
    un nombre en todo el mundo
    y un grado sin segundo,
    agora estés atento sólo y dado
    el ínclito gobierno del estado
    Albano; agora vuelto a la otra parte,
    resplandeciente, armado,
    representando en tierra el fiero Marte;

    agora de cuidados enojosos
    y de negocios libre, por ventura
    andes a caza, el monte fatigando
    en ardiente jinete, que apresura
    el curso tras los ciervos temerosos,
    que en vano su morir van dilatando;
    espera, que en tornando
    a ser restituido
    al ocio ya perdido,
    luego verás ejercitar mi pluma
    por la infinita innumerable suma
    de tus virtudes y famosas obras,
    antes que me consuma,
    faltando a ti, que a todo el mondo sobras.

    En tanto que este tiempo que adivino
    viene a sacarme de la deuda un día,
    que se debe a tu fama y a tu gloria
    (que es deuda general, no sólo mía,
    mas de cualquier ingenio peregrino
    que celebra lo digno de memoria),
    el árbol de victoria,
    que ciñe estrechamente
    tu gloriosa frente,
    dé lugar a la hiedra que se planta
    debajo de tu sombra, y se levanta
    poco a poco, arrimada a tus loores;
    y en cuanto esto se canta,
    escucha tú el cantar de mis pastores.

    Saliendo de las ondas encendido,
    rayaba de los montes al altura
    el sol, cuando Salicio, recostado
    al pie de un alta haya en la verdura,
    por donde un agua clara con sonido
    atravesaba el fresco y verde prado,
    él, con canto acordado
    al rumor que sonaba,
    del agua que pasaba,
    se quejaba tan dulce y blandamente
    como si no estuviera de allí ausente
    la que de su dolor culpa tenía;
    y así, como presente,
    razonando con ella, le decía:

    Salicio:

    ¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
    y al encendido fuego en que me quemo
    más helada que nieve, Galatea!,
    estoy muriendo, y aún la vida temo;
    témola con razón, pues tú me dejas,
    que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.
    Vergüenza he que me vea
    ninguno en tal estado,
    de ti desamparado,
    y de mí mismo yo me corro agora.
    ¿De un alma te desdeñas ser señora,
    donde siempre moraste, no pudiendo
    de ella salir un hora?
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    El sol tiende los rayos de su lumbre
    por montes y por valles, despertando
    las aves y animales y la gente:
    cuál por el aire claro va volando,
    cuál por el verde valle o alta cumbre
    paciendo va segura y libremente,
    cuál con el sol presente
    va de nuevo al oficio,
    y al usado ejercicio
    do su natura o menester le inclina,
    siempre está en llanto esta ánima mezquina,
    cuando la sombra el mondo va cubriendo,
    o la luz se avecina.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    ¿Y tú, de esta mi vida ya olvidada,
    sin mostrar un pequeño sentimiento
    de que por ti Salicio triste muera,
    dejas llevar (¡desconocida!) al viento
    el amor y la fe que ser guardada
    eternamente sólo a mí debiera?
    ¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
    (pues ves desde tu altura
    esta falsa perjura
    causar la muerte de un estrecho amigo)
    no recibe del cielo algún castigo?
    Si en pago del amor yo estoy muriendo,
    ¿qué hará el enemigo?
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Por ti el silencio de la selva umbrosa,
    por ti la esquividad y apartamiento
    del solitario monte me agradaba;
    por ti la verde hierba, el fresco viento,
    el blanco lirio y colorada rosa
    y dulce primavera deseaba.
    ¡Ay, cuánto me engañaba!
    ¡Ay, cuán diferente era
    y cuán de otra manera
    lo que en tu falso pecho se escondía!
    Bien claro con su voz me lo decía
    la siniestra corneja, repitiendo
    la desventura mía.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    ¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
    (reputándolo yo por desvarío)
    vi mi mal entre sueños, desdichado!
    Soñaba que en el tiempo del estío
    llevaba, por pasar allí la sienta,
    a beber en el Tajo mi ganado;
    y después de llegado,
    sin saber de cuál arte,
    por desusada parte
    y por nuevo camino el agua se iba;
    ardiendo yo con la calor estiva,
    el curso enajenado iba siguiendo
    del agua fugitiva.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
    Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
    ¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
    Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
    ¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
    de tus hermosos brazos anudaste?
    No hay corazón que baste,
    aunque fuese de piedra,
    viendo mi amada hiedra,
    de mí arrancada, en otro muro asida,
    y mi parra en otro olmo entretejida,
    que no se esté con llanto deshaciendo
    hasta acabar la vida.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    ¿Qué no se esperará de aquí adelante,
    por difícil que sea y por incierto?
    O ¿qué discordia no será juntada?,
    y juntamente ¿qué tendrá por cierto,
    o qué de hoy más no temerá el amante,
    siendo a todo materia por ti dada?
    Cuando tú enajenada
    de mi cuidado fuiste,
    notable causa diste,
    y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,
    que el más seguro tema con recelo
    perder lo que estuviere poseyendo.
    Salid fuera sin duelo,
    salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Materia diste al mundo de esperanza
    de alcanzar lo imposible y no pensado,
    y de hacer juntar lo diferente,
    dando a quien diste el corazón malvado,
    quitándolo de mí con tal mudanza
    que siempre sonará de gente en gente.
    La cordera paciente
    con el lobo hambriento
    hará su ayuntamiento,
    y con las simples aves sin ruido
    harán las bravas sierpes ya su nido;
    que mayor diferencia comprendo
    de ti al que has escogido.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Siempre de nueva leche en el verano
    y en el invierno abundo; en mi majada
    la manteca y el queso está sobrado;
    de mi cantar, pues, yo te vi agradada
    tanto que no pudiera el mantuano
    Títiro ser de ti más alabado.
    No soy, pues, bien mirado,
    tan disforme ni feo;
    que aún agora me veo
    en esta agua que corre clara y pura,
    y cierto no trocara mi figura
    con ese que de mí se está riendo;
    ¡trocara mi ventura!
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    ¿Cómo te vine en tanto menosprecio?
    ¿Cómo te fui tan presto aborrecible?
    ¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?
    Si no tuvieras condición terrible,
    siempre fuera tenido de ti en precio,
    y no viera de ti este apartamiento.
    ¿No sabes que sin cuento
    buscan en el estío
    mis ovejas el frío
    de la sierra de Cuenca, y el gobierno
    del abrigado Estremo en el invierno?
    Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
    me estoy en llanto eterno!
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Con mi llorar las piedras enternecen
    su natural dureza y la quebrantan;
    los árboles parece que se inclinan:
    las aves que me escuchan, cuando cantan,
    con diferente voz se condolecen,
    y mi morir cantando me adivinan.
    Las fieras, que reclinan
    su cuerpo fatigado,
    dejan el sosegado
    sueño por escuchar mi llanto triste.
    Tú sola contra mí te endureciste,
    los ojos aún siquiera no volviendo
    a lo que tú hiciste.
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

    Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,
    no dejes el lugar que tanto amaste,
    que bien podrás venir de mí segura;
    yo dejaré el lugar do me dejaste;
    ven, si por sólo esto te detienes;
    ves aquí un prado lleno de verdura,
    ves aquí una espesura,
    ves aquí una agua clara,
    en otro tiempo cara,
    a quien de ti con lágrimas me quejo.
    Quizá aquí hallarás (pues yo me alejo)
    al que todo mi bien quitarme puede;
    que pues el bien le dejo,
    no es mucho que el lugar también le quede.

    Aquí dio fin a su cantar Salicio,
    y suspirando en el postrero acento,
    soltó de llanto una profunda vena.
    Queriendo el monte al grave sentimiento
    de aquel dolor en algo ser propicio,
    con la pesada voz retumba y suena.
    La blanca Filomena,
    casi como dolida
    y a compasión movida,
    dulcemente responde al son lloroso.
    Lo que cantó tras esto Nemoroso
    decidlo vos Piérides, que tanto
    no puedo yo, ni oso,
    que siento enflaquecer mi débil canto.

    Nemoroso:

    Corrientes aguas, puras, cristalinas,
    árboles que os estáis mirando en ellas,
    verde prado, de fresca sombra lleno,
    aves que aquí sembráis vuestras querellas,
    hiedra que por los árboles caminas,
    torciendo el paso por su verde seno:
    yo me vi tan ajeno
    del grave mal que siento,
    que de puro contento
    con vuestra soledad me recreaba,
    donde con dulce sueño reposaba,
    o con el pensamiento discurría
    por donde no hallaba
    sino memorias llenas de alegría.

    Y en este mismo valle, donde agora
    me entristezco y me canso, en el reposo
    estuve ya contento y descansado.
    ¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
    Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora,
    que despertando, a Elisa vi a mi lado.
    ¡Oh miserable hado!
    ¡Oh tela delicada,
    antes de tiempo dada
    a los agudos filos de la muerte!
    Más convenible fuera aquesta suerte
    a los cansados años de mi vida,
    que es más que el hierro fuerte,
    pues no la ha quebrantado tu partida.

    ¿Dó están agora aquellos claros ojos
    que llevaban tras sí, como colgada,
    mi ánima doquier que ellos se volvían?
    ¿Dó está la blanca mano delicada,
    llena de vencimientos y despojos
    que de mí mis sentidos le ofrecían?
    Los cabellos que vían
    con gran desprecio al oro,
    como a menor tesoro,
    ¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
    ¿Dó la columna que el dorado techo
    con presunción graciosa sostenía?
    Aquesto todo agora ya se encierra,
    por desventura mía,
    en la fría, desierta y dura tierra.

    ¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
    cuando en aqueste valle al fresco viento
    andábamos cogiendo tiernas flores,
    que había de ver con largo apartamiento
    venir el triste y solitario día
    que diese amargo fin a mis amores?
    El cielo en mis dolores
    cargó la mano tanto,
    que a sempiterno llanto
    y a triste soledad me ha condenado;
    y lo que siento más es verme atado
    a la pesada vida y enojosa,
    solo, desamparado,
    ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa.

    Después que nos dejaste, nunca pace
    en hartura el ganado ya, ni acude
    el campo al labrador con mano llena.
    No hay bien que en mal no se convierta y mude:
    la mala hierba al trigo ahoga, y nace
    en lugar suyo la infelice avena;
    la tierra, que de buena
    gana nos producía
    flores con que solía
    quitar en sólo vellas mil enojos,
    produce agora en cambio estos abrojos,
    ya de rigor de espinas intratable;
    yo hago con mis ojos
    crecer, llorando, el fruto miserable.

    Como al partir del sol la sombra crece,
    y en cayendo su rayo se levanta
    la negra escuridad que el mundo cubre,
    de do viene el temor que nos espanta,
    y la medrosa forma en que se ofrece
    aquello que la noche nos encubre,
    hasta que el sol descubre
    su luz pura y hermosa:
    tal es la tenebrosa
    noche de tu partir, en que he quedado
    de sombra y de temor atormentado,
    hasta que muerte el tiempo determine
    que a ver el deseado
    sol de tu clara vista me encamine.

    Cual suele el ruiseñor con triste canto
    quejarse, entre las hojas escondido,
    del duro labrador, que cautamente
    le despojó su caro y dulce nido
    de los tiernos hijuelos, entre tanto
    que del amado ramo estaba ausente,
    y aquel dolor que siente
    con diferencia tanta
    por la dulce garganta
    despide, y a su canto el aire suena,
    y la callada noche no refrena
    su lamentable oficio y sus querellas,
    trayendo de su pena
    al cielo por testigo y las estrellas;

    desta manera suelto yo la rienda
    a mi dolor, y así me quejo en vano
    de la dureza de la muerte airada.
    Ella en mi corazón metió la mano,
    y de allí me llevó mi dulce prenda,
    que aquél era su nido y su morada.
    ¡Ay muerte arrebatada!
    Por ti me estoy quejando
    al cielo y enojando
    con importuno llanto al mundo todo:
    tan desigual dolor no sufre modo.
    No me podrán quitar el dolorido
    sentir, si ya del todo
    primero no me quitan el sentido.

    Una parte guardé de tus cabellos,
    Elisa, envueltos en un blanco paño,
    que nunca de mi seno se me apartan;
    descójolos, y de un dolor tamaño
    enternecerme siento, que sobre ellos
    nunca mis ojos de llorar se hartan.
    Sin que de allí se partan,
    con sospiros calientes,
    más que la llama ardientes,
    los enjugo del llanto, y de consuno
    casi los paso y cuento uno a uno;
    juntándolos, con un cordón los ato.
    Tras esto el importuno
    dolor me deja descansar un rato.

    Mas luego a la memoria se me ofrece
    aquella noche tenebrosa, escura,
    que siempre aflige esta ánima mezquina
    con la memoria de mi desventura
    Verte presente agora me parece
    en aquel duro trance de Lucina,
    y aquella voz divina,
    con cuyo son y acentos
    a los airados vientos
    pudieras amansar, que agora es muda.
    Me parece que oigo que a la cruda,
    inexorable diosa demandabas
    en aquel paso ayuda;
    y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

    ¿Ibate tanto en perseguir las fieras?
    ¿Ibate tanto en un pastor dormido?
    ¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,
    que, conmovida a compasión, oído
    a los votos y lágrimas no dieras,
    por no ver hecha tierra tal belleza,
    o no ver la tristeza
    en que tu Nemoroso
    queda, que su reposo
    era seguir tu oficio, persiguiendo
    las fieras por los monte, y ofreciendo
    a tus sagradas aras los despojos?
    ¿Y tú, ingrata, riendo
    dejas morir mi bien ante los ojos?

    Divina Elisa, pues agora el cielo
    con inmortales pies pisas y mides,
    y su mudanza ves, estando queda,
    ¿por qué de mí te olvidas y no pides
    que se apresure el tiempo en que este velo
    rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
    y en la tercera rueda,
    contigo mano a mano,
    busquemos otro llano,
    busquemos otros montes y otros ríos,
    otros valles floridos y sombríos,
    do descansar y siempre pueda verte
    ante los ojos míos,
    sin miedo y sobresalto de perderte?

    *

    Nunca pusieran fin al triste lloro
    los pastores, ni fueran acabadas
    las canciones que sólo el monte oía,
    si mirando las nubes coloradas,
    al tramontar del sol bordadas de oro,
    no vieran que era ya pasado el día,
    la sombra se veía
    venir corriendo apriesa
    ya por la falda espesa
    del altísimo monte, y recordando
    ambos como de sueño, y acabando
    el fugitivo sol, de luz escaso,
    su ganado llevando,
    se fueran recogiendo paso a paso.




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