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    Vicente Wenceslao Querol

    En la muerte de una joven

    No muere el sol en el cenit, ni el río
    entre los anchos campos, que fecunda
    con sesgo curso, agota
    su sonoro caudal, ni el cierzo frío
    las verdes frondas del abril azota.
    ¡Bien tras del monte arde
    vaga la luz del día
    cuando declina la callada tarde;
    bien por la estéril playa
    sus turbias aguas la corriente envía
    donde la ola del mar gime y desmaya;
    bien en las ramas, que al pasar despoja
    de su retoño tierno,
    silba el viento en los árboles sin hoja
    en las noches glaciales del invierno!

    ¡Bien a la vejez trémula
    la amarga ley de fenecer!... Sucumba
    quien, del poder vital roto el imperio,
    la cana frente dobla, y de la tumba,
    triste asilo de paz, ama el misterio;
    que ese lúgubre asilo,
    cuando a él se llega con la frente mustia,
    sitio es en donde la sufrida angustia
    cede y descansa el ánimo intranquilo.
    Sólo tras de la suerte
    de esa transformación, dulce y divina,
    hacia el dintel oscuro de la muerte
    la ancianidad camina,
    desatando los lazos con que aduna
    su doble ser la desigual fortuna;
    y a par que fluye al corazón más lenta
    la sangre, cobra el corazón más calma,
    y es más lodo la carne macilenta,
    más espíritu el alma.

    Pero, cuando temprana
    la edad corona con los negros rizos
    la clara frente, y brilla
    en la tersa mejilla
    el sonrosado albor de la mañana;
    forman nido en el seno los hechizos;
    sonora la voz canta;
    vela el naciente amor casto los ojos;
    mueve la danza alegre la ágil planta;
    vive la risa entre los labios rojos,
    y todo al soplo de la muerte espira,
    ¡ah!, la energía brava
    del alma estalla en impotente ira,
    de un loco azar al comprenderse esclava.

    ¿Quién sabe?... Del ignoto
    porvenir, ella, los tupidos velos
    ya con su mano juvenil ha roto.
    ¡Feliz si halló en el término remoto
    la puerta azul de los cristianos cielos!




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