Edición Española
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    Amalia Domingo Soler

    La Oración

    Para rogar al Eterno
    yo no encuentro necesario
    entrar en el santuario
    que la costumbre fijó.

    ¡Cuando un alma dolorida
    no encuentra á su mal consuelo
    le basta mirar al cielo!
    ¿Hay templo más grande? No.

    Las iglesias confundidas
    dentro de grandes ciudades
    son centros de vanidades,
    y allí no puedo rezar.

    Una muchedumbre inquieta
    ante mis ojos se agita,
    que vá á la casa bendita
    su gala y lujo á ostentar.

    En medio de tantos seres
    no hay unos labios que imploren,
    no hay unos ojos que lloren
    con llanto del corazón.
    Acuden al santuario
    tranquilos y sonrientes,
    murmurando indiferentes
    por rutina una oración.

    Oraciones estudiadas
    sin sentimiento, ni anhelo,
    se perderán, que en el cielo
    no las pueden comprender.
    Cuando en la mente angustiada
    un eco doliente vibra,
    y cuando fibra por fibra,
    se deshace nuestro ser.

    Entonces de nuestros labios
    brotan frases incoherentes,
    que suben puras y ardientes
    hasta el trono del Señor.
    Esa es la oración bendita
    que el Omnipotente escucha;
    — ¡El gemido que en la lucha
    lanza el triste pecador!—

    Nuestra religión cristiana
    es dulce y conmovedora,
    es tierna y consoladora
    como ninguna lo es.
    Y aunque ha sido combatida
    y humillada en su pureza,
    resplandece su grandeza
    de los siglos al través.

    De la construcción humana
    me gustan las catedrales,
    con ventanas ojivales
    y dudosa claridad.
    Con sus naves silenciosas
    y sus arcadas sombrías,
    con sus graves melodías
    y su triste magestad.

    O en la cúspide de un monte,
    una solitaria ermita,
    donde el pecador medita
    pensando en su porvenir.
    ¡Cuántas veces he rogado
    en esos pobres asilos,
    ignorados y tranquilos
    donde se acaba el sufrir!

    Cuando me encuentro en parajes
    donde no hay templos de piedra,
    ni ermitas, donde la hiedra
    pueda su manto extender,
    Busco en collados y en montes
    magnífico santuario,
    que en un valle solitario
    allí está el Supremo Ser.

    Allí está el cielo y la brisa,
    las cascadas y las flores,
    y las aves de colores
    que bendicen la creación.
    Está la naturaleza,
    esa fábrica grandiosa,
    de belleza portentosa
    y gigante construcción.

    La obra del hombre ¿qué vale
    ante esa débil muralla
    que al mar le sirve de valla?
    ¿No se ve allí á Dios quizá?
    Pues se suceden los siglos,
    los mares se precipitan,
    las olas siempre se agitan
    y nunca van más allá.

    Cuando el huracán arranca
    los árboles centenarios,
    ¿hacen falta santuarios
    para temblar ante Dios?
    ¿Tendrá más poder acaso
    un templo pobre y mezquino,
    que ese misterio divino
    que hay de la natura en pos?
    Para esos seres que nacen
    escasos de inteligencia
    y que no tienen conciencia
    de lo que vale su ser.

    Vayan esos en buen hora
    á rogar porque otros rueguen,
    y acudan porque otros lleguen,
    y hagan lo que vean hacer.
    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

    Los hombres por conveniencia
    y otras profundas razones,
    hicieron innovaciones
    en los dogmas de la fé.
    Y á su placer aumentaron,
    y á su gusto destruyeron,
    y quitaron, y pusieron,
    y no es hoy lo que antes fué.

    Por esto á mí, falsos ritos
    en nada me satisfacen,
    ni lo que los hombres hacen
    me inspira gran devoción.

    Que Dios es grande ¡muy grande!
    y es el hombre muy pequeño
    para convertirse en dueño
    del que fué su salvación.
    Que atrás el fanatismo
    con sus castigos y horrores,
    y vengan siglos mejores
    que ilustren la humanidad.

    Sombras de espanto y de luto
    dormid en sueño profundo...!
    dejad que ilumine el mundo
    el ASTRO de la verdad.


    1873




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