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    Antonio Machado

    El viajero

    Está en la sala familiar, sombría,
    y entre nosotros, el querido hermano
    que en el sueño infantil de un claro día
    vimos partir hacia un país lejano.
    Hoy tiene ya las sienes plateadas,
    un gris mechón sobre la angosta frente,
    y la fría inquietud de sus miradas
    revela un alma casi toda ausente.
    Deshójanse las copas otoñales
    del parque mustio y viejo.
    La tarde, tras los húmedos cristales,
    se pinta, y en el fondo del espejo.
    El rostro del hermano se ilumina
    suavemente. ¿Floridos desengaños
    dorados por la tarde que declina?
    ¿Ansias de vida nueva en nuevos años?
    ¿Lamentará la juventud perdida?
    Lejos quedó —la pobre loba— muerta.
    ¿La blanca juventud nunca vivida
    teme, que ha de cantar ante su puerta?
    ¿Sonríe al sol de oro
    de la tierra de un sueño no encontrada;
    y ve su nave hender el mar sonoro,
    de viento y luz la blanca vela hinchada?
    Él ha visto las hojas otoñales,
    amarillas, rodar, las olorosas
    ramas del eucalipto, los rosales
    que enseñan otra vez sus blancas rosas...
    Y este dolor que añora o desconfía
    el temblor de una lágrima reprime,
    y un resto de viril hipocresía
    en el semblante pálido se imprime.
    Serio retrato en la pared clarea
    todavía. Nosotros divagamos.
    En la tristeza del hogar golpea
    el tictac del reloj. Todos callamos.




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